viernes, 11 de noviembre de 2016

TRUMP: NO DEBERÁ, NO PODRÁ, SER TAN FIERO

La tradición democrática de los Estados Unidos data nada menos que de 1788. Mejor, por tanto, no calcular el tiempo que llevan votando los norteamericanos en comparación con el de los europeos en general, y muy especialmente en determinados países que no pueden (podemos) presumir precisamente de la antigüedad de sus urnas. Sin embargo, a propósito de la inopinada victoria electoral de Donald Trump, algunos han vuelto por donde solían; antes de que, por cierto, ese mismo electorado ahora tan denigrado se inclinara ¡en dos comicios consecutivos! por San Obama: esto es, a dar lecciones de democracia a esos "bárbaros" yanquis y retomar los topicazos al uso (que si la América "profunda", intolerante y paleta, que si bla, bla, bla...). Como si en la muy civilizada Europa los populismos, tanto de izquierdas como de derechas, no hubieran cosechado éxito alguno (véase Grecia -Syriza-, Italia -Movimiento Cinco Estrellas-, Holanda -Geert Wilders-, Austria -Norbert Horfer-, Alemania -AfD-... o nuestra España -el chavismo de Podemos-), o no tuviéramos en la mismísima Francia a la hijísima de Le Pen a escasos meses de ganar la primera vuelta de las elecciones presidenciales.

Ni más ni menos: ese mismo populismo que, como consecuencia de la digestión de una grave y larga crisis económica y al calor de la antipolítica reinante, ha ido extendiendo sus tentáculos en buena parte de Occidente, ha terminado calando también, y de qué manera, en unos Estados Unidos que hasta ahora parecían mantenerse ajenos a cualquier canto de sirena más o menos antisistema. Un fenómeno político y electoral general que, en el caso norteamericano, se ha visto favorecido por determinadas especificidades sociales y políticas: la decepción por el legado de una presidencia, la de Obama, que había levantado tantas expectativas, cuando no el rechazo mayoritario a medidas emblemáticas que, como el "Obamacare", casan bien poco con la idiosincrasia individualista del norteamericano medio; la culpabilización de la globalización y la competencia con China y Europa como causantes de la deslocalización de empresas y la pérdida de puestos de trabajo y de la calidad de vida en general; la explotación del discurso contra el "establishment" de Washington, al que se presenta como burocrático, corrupto y muy alejado de la América real y tradicional que se asienta básicamente en el ámbito rural; la cada vez mayor puesta en solfa del papel de "policía del mundo" de los Estados Unidos ante una Europa que no invierte en defensa y, encima, protesta cuando se interviene; la identificación, buscada a propósito, de Trump con el típico "hombre blanco anglosajón, cristiano y heterosexual" al que el omnipresente pensamiento de la corrección política, con sus políticas de discriminación positiva y sus sesgadas interpretaciones de la historia, le ha atribuido una especie de culpa genética y eterna; y, por último, aunque no menos importante, la negativa imagen en un amplio espectro del electorado estadounidense de la propia Hillary Clinton, tenida por el típico ejemplo del arribismo, la amoral y la corrupción que imperan supuestamente en Washington, lo que ha movilizado el voto de tendencia republicana pese a que el candidato no haya contado con el visto bueno de la cúpula del partido de sus preferencias.

Donald Trump, con su estilo impetuoso y faltón tan del gusto de los populismos en boga, ha sabido concitar en su persona y a su favor buena parte de esa corriente de radical descontento y desarraigo con la situación general política y económica de la que los Estados Unidos no han sido ni mucho menos ajenos. Eso sí, nunca como en estas elecciones presidenciales ha quedado más patente la división política de la sociedad estadounidense en dos grandes mitades simétricas: en porcentaje de voto popular, 47,5% para Donald Trump, 47,7% para Hillary Clinton. Ciertamente, aunque Trump, que ha quedado unos 300.000 votos por detrás de su rival, ha pasado ya a la historia como el cuarto candidato que ha logrado la presidencia de los Estados Unidos sin haberse impuesto en sufragio directo (el último, George W. Bush en 2000, que también dio la sorpresa frente a Al Gore, entonces vicepresidente de Bill Clinton), el aspirante por el Partido Republicano consiguió superar con holgura (en más de 30) los 270 compromisarios necesarios para alzarse con la victoria en el colegio electoral. Un triunfo que se ha sostenido en, además de conservar los estados que en las últimas décadas se han mantenido fieles al conservadurismo norteamericano, como Texas, inclinar de su parte a los llamados "swing states", como Ohio, Carolina del Norte y, muy significativamente, Florida (cuyos resultados adquieren además una relevancia especial tras la estrategia "obamita" de distensión con la dictadura cubana de los Castro), e incluso hacerse con algunos bastiones demócratas como Michigan o Wisconsin.

Sea como fuere, ha sido un resultado que ha sorprendido a propios y extraños (el sistema de voto indirecto por estados, verdadero súmmum histórico de la democracia representativa y que parecía perjudicarle, ha terminado beneficiándole) y, a su vez, ha vuelto a situar a la mayor parte de las empresas demoscópicas, cuyas predicciones siguen fallando como escopetas de feria, a la altura del betún. Aun así, poco después de que se confirmara su victoria, el electo presidente de los Estados Unidos decidió sustituir, de manera un tanto chocante, la estridencia por la moderación en su mismo discurso de celebración ante sus seguidores; en el que, conciliador y adoptando por una vez los tradicionales hábitos corteses y patrióticos de la democracia norteamericana, apeló a la unidad de sus compatriotas, prometió que gobernará para todos los estadounidenses e incluso anunció su disposición a colaborar en el panorama internacional. Tono templado que mantuvo al día siguiente en su encuentro en la Casa Blanca con el presidente en funciones, al que se deshizo en elogios (al igual que, por cierto, hizo la noche anterior con una Hillary Clinton a la que en campaña ha amenazado con meter en la cárcel) y con cuyos consejos dijo contar durante su todavía no estrenada presidencia. Estaremos pendientes de su discurso de toma de posesión el 20 de enero, pero el tiempo dirá si se trata del principio del cambio hacia una actitud más posibilista a la que previsiblemente le conduzca el mismo ejercicio del poder, especialmente dentro del sistema de equilibrios y contrapesos de la ejemplar democracia norteamericana.

En realidad, Trump no deberá, o más bien no podrá, ser tan fiero como se ha mostrado en la larga campaña electoral norteamericana, tanto en las primarias del Partido Republicano como en los comicios presidenciales. Y de ello debemos dar gracias a quienes, nada menos que en 1787, fundaron la Constitución de los Estados Unidos: los Benjamin Franklin, Alexander Hamilton, James Madison o George Washington, que pusieron las firmes bases de un régimen político de división de poderes y gobierno limitado que ha sobrevivido al paso de los siglos. Además, que los republicanos hayan conseguido mantener sendas mayorías tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado no va a implicar, pese a quienes opinan sobre la política norteamericana aplicando coordenadas españolas o europeas, la acumulación de una especie de poder absoluto en manos del nuevo presidente; bien al contrario, desempeñarán un valioso papel de freno y contención frente a las tentaciones populistas que pudiera albergar y algunos de sus anunciados dislates, sobre todo en política exterior aunque no solo. Porque, insistimos, el populismo de Trump no es en absoluto asimilable en bloque al clásico conservadurismo norteamericano.

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