En efecto, como bien resalta Ramón Pérez Maura, los partidos populistas antisistema, pese a la radicalidad de sus discursos (o quizá precisamente por eso), son capaces de captar votos entre electorados proclives a ideologías distintas y hasta opuestas (así por ejemplo, buen número de adhesiones al mismo Frente Nacional proceden de exvotantes comunistas), pero que tienen en común el descontento, la animadversión y el hartazgo con un sistema político y económico al que se culpa de todos los males. De tal forma que escasas diferencias encontramos entre un Pablo Iglesias II y una Marine Le Pen cuando se refieren, no solo a los políticos 'tradicionales', sino a la globalización, al capitalismo, al liberalismo, al euro y a la Unión Europea en general, a los que siempre dedican sendas críticas feroces y señalan como los grandes enemigos a batir.
¿Y por qué muchos de los que, con toda la razón del mundo, manifiestan su inquietud y rechazo ante el ascenso de Le Pen presentan en cambio a Podemos como un fenómeno positivo y hasta saludable para la democracia? Ni más ni menos, porque basta con colocarse la etiqueta izquierdista para obtener el perdón por ser 'ultra': no es ya que se suela tener a un totalitarismo como menos malo que el otro, sino que al primero se le sigue concediendo un halo de respetabilidad e incluso compatibilidad con la democracia por la supuesta mayor 'nobleza' de sus ideales. Por mucho que en su nombre se hayan engendrado los peores horrores de la Humanidad.
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