jueves, 17 de enero de 2013

DEFENDER Y CONQUISTAR LA LIBERTAD

Tras la caída del Muro de Berlín, Francis Fukuyama, en su célebre ensayo 'El fin de la historia', sentenció que la democracia y su necesario corolario, el libre mercado, habían triunfado definitivamente. Su más temible enemigo hasta entonces, el totalitarismo comunista, había obtenido una sonora derrota y, exceptuando su supervivencia en pocos países (como Cuba y Corea del Norte), prácticamente desaparecido de la faz de la tierra. Al final, se había mostrado impotente ante la pujanza y las inmensas posibilidades de prosperidad económica y bienestar que caracterizan a las sociedades abiertas, y había acabado enseñando su verdadera naturaleza: la de un gigante con pies de barro. La conocida como 'Guerra Fría' entre el mundo libre y el imperialismo soviético había terminado por fin; y el vencedor de la contienda resultaba indiscutible.

Desde luego, la democracia y la economía de libre mercado se habían impuesto con rotundidad al llamado socialismo real y la economía centralizada. Pero nada más lejos de la realidad que ello supusiera una especie de fin de la historia, al marxista modo por cierto. Poco después, la única superpotencia que ya quedaba, Estados Unidos, invadía Irak en respuesta a su entrada en un país soberano, Kuwait; en los Balcanes, como consecuencia de la desintegración de Yugoslavia, se reproducían los conflictos étnicos que tanto influyeron en el estallido de la Primera Guerra Mundial, de tal manera que se requería la intervención de la Comunidad Internacional, que acabaría encabezando de nuevo Estados Unidos bajo la cobertura de la OTAN; la 'transición democrática' en los países del Este de Europa no estuvo exenta de tensiones, ya que emergieron los nacionalismos separatistas (además de en la antigua Yugoslavia, en la extinta URSS y en Checoslovaquia) y las consecuencias de la falta de instituciones que asimilaran el cambio al libre mercado (la ausencia de un verdadero Estado de Derecho hizo que en realidad se impusieran las mafias más que evolucionar hacia el capitalismo); y, además, todavía se encontraba agazapado el que iba a tomar el relevo como el más temible enemigo de la libertad y la democracia: el fundamentalismo islámico, que, de la mano del terrorista Bin Laden y su organización criminal Al-Qaeda, ya había atentado en 1993 en suelo norteamericano, antes de que mostrara sus verdaderas fauces el 11 de septiembre de 2001 en sus ataques a las Torres Gemelas y al Pentágono.

Obviamente, Marx se había equivocado cuando predecía el triunfo final del comunismo de resultas de las 'contradicciones' del capitalismo; pero quien se había presentado como su principal y definitivo refutador, Fukuyama, también: ni hay fin de la historia ni la democracia liberal se ha impuesto para siempre. Todavía hay que defender y conquistar la libertad. Y es que, al igual que su inclinación a amar la libertad, el impulso liberticida anida en el hombre, y siempre habrá quienes le den rienda suelta, promuevan y desarrollen para llevar a cabo determinados proyectos basados en el poder absoluto.

En la transición de la Primera a la Segunda Guerra Mundial también parecía imponerse la democracia, al menos en el mundo occidental; pero, en cambio, los totalitarismos, al calor del propio desprestigio de los regímenes liberales, surgían por doquier: en Rusia, como consecuencia de la Revolución de 1917, Lenin pretendía hacer realidad el proyecto de Marx, que obviamente tenía que pasar por una dictadura del proletariado que, lejos de significar una transición hacia un comunismo igualitarista, se haría eterna; en Italia, un antiguo socialista como Mussolini fundaba e imponía el fascismo, que aspiraba a destruir (como de hecho hizo) las instituciones liberales y democráticas para implantar un régimen dictatorial y corporativista, que sería imitado en otros países; entre ellos en Alemania, que, de la mano de Hitler, remedó el fascismo para dotarle de una impronta más totalitaria (por ejemplo, llegaría a imitar al totalitarismo soviético en la creación de campos de concentración) y generar, junto con el propio sistema comunista, uno de los peores horrores de la historia de la humanidad.

Fue preciso una nueva Guerra Mundial, la Segunda, para derrotar tanto al fascismo como al nacionalsocialismo alemán, en la que además se tuvo como aliado al otro totalitarismo, al comunista que representaba la URSS de Stalin; aunque de manera transitoria y circunstancial, ya que no tardaría en mostrar su verdadera cara de enemigo de la libertad y la democracia al imponer por la fuerza el comunismo en su órbita (los países del Este de Europa) y levantar el Muro de Berlín, todo un símbolo de su carácter liberticida y represor. Llegará una larga 'Guerra Fría', con el resultado que todos conocemos: una victoria de la democracia liberal (acelerada en los últimos años fundamentalmente por la firmeza militar y diplomática de Reagan y el liderazgo moral de Juan Pablo II), si bien no definitiva como se encargarían de demostrar acontecimientos inmediatamente posteriores.

Pues bien, como en Afganistán, como en Irak, la invasión militar francesa en Malí para evitar la creación de un foco del terrorismo islámico es un nuevo episodio de la lucha (en realidad, guerra) que, desde el 11-S, mantienen las democracias liberales frente a quien ahora es su peor enemigo. Y poco importa que ciertos supuestos 'pacifistas' salgan a la calle para corear su 'no a la guerra', eso sí, solo cuando intervienen los Estados Unidos y preferenteremente bajo un presidente del Partido Republicano. Una vez más, su ridículo fariseísmo ha quedado bien patente.

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