lunes, 12 de diciembre de 2011

EL 'HECHO DIFERENCIAL' BRITÁNICO

Paradójicamente, la primera fisura en la coalición liberal-conservadora que gobierna el Reino Unido no ha surgido como consecuencia de las duras e impopulares medidas de ajuste tomadas por David Cameron, sino del radical desmarque de éste en Bruselas. Nick Clegg, su socio de Gobierno y viceprimer Ministro, haciendo de nuevo profesión de fe de su europeísmo (que empero tuvo que matizar en campaña electoral), ha reconocido públicamente sus discrepancias con la postura defendida por su Primer Ministro, y ha llegado a advertir del peligro de que Gran Bretaña quede aislada de la Unión Europea. Sin embargo, la decepción del  líder liberal-demócrata no parece ser un sentimiento compartido por la mayoría de sus compatriotas: bien al contrario, una encuesta publicada por 'The Times' ha mostrado que un 57 por ciento de los británicos apoya el veto de su Gobierno a las propuestas debatidas en el Consejo Europeo, mientras que tan solo un 14 por ciento se manifiesta contrario. Ni más ni menos, Cameron ha sabido captar perfectamente la idiosincrasia del electorado británico, no solo del más conservador; y más concretamente sus particulares consideraciones y, por qué no reconocerlo, recelos hacia la Europa continental.

Mucho se ha escrito sobre las causas históricas, políticas, sociales y hasta geográficas (su condición insular) del tradicional desapego británico hacia el resto del viejo continente. Pero lo cierto es que los recientes proyectos de unidad económica, jurídica y política de Europa siempre han contado con los consabidos reparos procedentes de las Islas. Los argumentos que Margaret Thatcher, el entonces inevitable 'verso suelto' de las cumbres europeas, utilizaba para oponerse al Tratado de Maastricht, de donde nacería la actual Unión Europea, son aplicables al actual rechazo británico a la Europa en ciernes, la de la gobernanza económica: sí a una Europa de valores liberales y democráticos compartidos, que promueva un mercado libre, abierto y competitivo; pero no a una unión política y económica que, además de menoscabar la soberanía británica, introduzca el intervencionismo económico y la burocracia. Postura tan tajante y determinante, 'marca de la casa', provocaría la división en el Partido Conservador y, a la larga, su propia dimisión como Primera Ministro, pero el tiempo acabaría demostrando que era la que suscitaba la adhesión de la mayor parte de los británicos: de tal forma que ni Major, ni Blair, ni Brown, en teoría más abiertos al europeísmo, se atrevieron a dar el paso de integrar al Reino Unido en la unión económica y monetaria.

Por tanto, Cameron se ha limitado a recoger el testigo de su célebre y carismática antecesora, incansable defensora en los foros europeos del liberalismo económico y... de la soberanía y los intereses de los británicos, que tampoco permitirían ahora que la burocracia de Bruselas, que ciertamente además ha cometido bastantes estragos en los últimos años, les impusiera la política económica. Se trata, éste sí, de un auténtico 'hecho diferencial', con el que a estas alturas los europeos tendríamos que haber aprendido a convivir.

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